martes, 7 de agosto de 2007

Llámame Enrique

-Llámame Enrique, joder-
-pasa que me parece mentira estar aquí junto a tan exquisito escritor-
-no ha de ser para tanto. A mi me parece mentira estar en la auténtica Bodeguita del Medio de la Habana, ese lugar mítico de Hemingway y encontrar alguien que haya leído mi obra y no la de él ¿es esto la globalización?-
-lo que sucede es que su lectura es moderna, fácil de entender, da para una vista diagonal-
-joder, eso nunca me lo dijeron… ¿vista diagonal?-
-verá Enrique. Comienzo un párrafo suyo. Leo tres palabras del arranque, busco “a ojo” la mitad del párrafo en un devenir de ideas que se me cruzan, analizo la frase verbal relevante y voy a las últimas cinco palabras del párrafo y ya entendí de que se trata. Mientras, en un proceso multitasking mi otra parte de la cabeza lee en forma secuencial y disfruta de vuestro estilo. Cumplo dos cometidos: entiendo y disfruto.
- a ver, como es eso. Si mal no te entendí lo mío es tan simple que media cabeza tuya ya sabe a donde voy y puedes prescindir de ella-
-¡cuidado Enrique, eso es autodestructivo!-
-media cabeza tuya bastará para interpretarme-
-Enrique, parece usted catalán por lo arrogante, no quise decir eso yo-
-Lo soy-
-¿Arrogante?
-¡No Catalán!-
-¿por qué no puede disfrutar del elogio sin analizar segundas e inexistentes intenciones- Al fin y al cabo yo soy un lector y pagué por su libro “París no se acaba nunca” algo así como unos doce Euros de su moneda, que por aquí son unos doce CUC (cubanos convertibles), que en estados unidos son como quince dólares y en mi patria original cuarenta y cinco pesos. Es mucho dinero. Yo vengo siendo “su majestad el consumidor” de su obra. Venéreme.-
-vete al carajo-
-por lo menos déjeme invitarlo con otro mojito, que aquí los sirven muy bien, y reanudamos la charla de forma más amena, ¿vale?-
-vale-
-su obra, Enrique, mejor dicho, esta obra suya, me cautivó en los sentidos y motivó mi deseo de venir a Cuba: muy bien no sé por qué. Dentro de cinco o seis meses viajaré a París y le juro que voy a ir a por la buhardilla de la señora Duras. Si es verdad que existe, si es verdad que alguien alguna vez escribió algo de valor en París… si es cierto que Miterrand durante la Resistencia estuvo allí dos día escondido.-
-Escucha mejor este “guantanamera” que está sonando de las cuerdas de estos escuálidos mulatos. La música es más cierta que cualquier otra cosa de la que hayamos estado hablando-
-Cierto es que en Guantánamo hay prisioneros de Afganistán en estado de semi abandono, torturados y sin respetar ninguna convención. Cierto es que aquí los cubanos ganan 400 pesos cubanos al mes -que son algo así como 20 CUC y su libro en los escaparates de la bienal de La Habana está a 16 CUC-. Cierto es que comer en un paladar de aquí cuesta 15 CUC, que te paran por la calle y quieren venderte cualquier cosa y te hacen cualquier tipo de historia, y te ofrecen servicios de guía turístico, sexuales combinados y lo que desees por tarifas que oscilan entre los 15 y 100 Euros. Cierto es el dinero, mi querido Enrique, que mueve este circo Cubano modelo dos mil y pico-
- Lo que digas, lo que quieras, pero esto es La Habana, eso que escuchas es guantanamera, esto que tomamos es mojito, Fidel sigue vivo y gobierna, estados Unidos tuvo su “Bahía de Cochinos” y vosotros tuvisteis su “los Argentinos somos derechos y humanos” y su “la casa está en orden”

Pagué los mojitos, saludé a Enrique Vila y seguí por la noche cubana con rumbo hacia el Malecón. En una farola me detuve a releer un breve capítulo de su libro.

Fui a París a mediados de los setenta y fui allí muy pobre y muy infeliz. Me gusta poder decir que fui feliz como Hemingway, pero entonces volvería a ser el pobre joven, guapo e idiota, que se engañaba todos los días a sí mismo y creía que había tenido bastante suerte de poder vivir en aquella cochambrosa buhardilla que le había alquilado a Marguerite Durás al precio simbólico porque así lo entendí o quise entenderlo yo, que no pagaba nunca el alquiler ante las lógicas, aunque por suerte sólo esporádicas, protestas de mi extraña casera porque presumía yo de entender todo de cuanto me decía en francés, salvo cuando estaba con ella. No siempre, pero muchas veces, cuando Marguerite me hablaba –recuerdo habérselo comentado muy preocupado a Raul Escari, que iba a ser mi mejor amigo en parís-, yo no entendía nada, pero es que absolutamente nada de lo que me decía , ni siquiera las reclamaciones de alquiler. #es que ella, como la gran escritora que es, habla un francés superior # me dijo Raúl, sin que su explicación me pareciera en aquel momento muy convincente.
¿Y qué hacía yo en la buhardilla de Duras? Pues básicamente tratar de llevar una vida de escritor como la que Hemingway relata en París era una fiesta. ¿Y de dónde había salido esa idea de tener a Hemingway como referencia casi suprema? Pues de cuando tenía quince años y leí de un tirón su libro de recuerdos de París y decidí que sería cazador, pescador, reportero de guerra, bebedor, gran amante y boxeador, es decir, que sería como Hemingway.
Unos meses después, al tener que decidir qué carrera universitaria iba a estudiar, le dije a mi padre que yo quería “estudiar a Hemingway” y aún recuerdo su mueca de gran sorpresa e incredulidad. “Eso no se estudia en ninguna parte, no es ninguna carrera universitaria”, me dijo y días después él me matriculaba en Derecho. Estuve tres años estudiando para ser abogado. Un día, con dinero que él me había dado para pasar las vacaciones de Semana Santa, decidí viajar por primerra vez en mi vida al extranjero, mr fui directo a París. Fui sin la compañía de nadie y nunca olvidaré la primera de las cinco mañanas que pasé en París, en ese primer viaje a la ciudad, en la que unos años después – aquella mañana no podía yo saberlo- acabaría viviendo.
Hacía frío y llovía esa mañana y, al tener que refugiarme en un bar del boulevard Saint-Mitchel, no tardé en darme cuenta de que por un curioso azar iba yo a repetir, a protagonizar la situación del comienzo del primer capítulo de París era una fiesta, cuando el narrador, en un día de lluvia y frío, entraba en “un café simpático, caliente, limpio y amable” de boulevard Saint Michel y colgaba su vieja gabardina a secar en el perchero y el sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedía un café con leche y comenzaba a escribir un cuento y se ponía caliente con una joven que se sentaba sola a la mesa del café, junto a la ventana.
Aunque entré sin gabardina y sin sombrero, pedí un café con leche, un pequeño guiño a mi idolatrado Hemingway. Después saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir una historia que pasaba en Badalona. Y como un día el París era lluvioso y de mucho viento comenzó a hacer un día así en mi cuento. De pronto en una nueva y fantástica coincidencia, entró una chica en el café y se sentó sola a una mesa junto a una ventana cercana a la mía y se puso a leer un libro.
La muchacha era guapa “ de cara fresca como la moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia”. La miré con ojos asombrados. En la Barcelona mojigata y franquista de la que yo venía era impensable ver a una mujer sola en un bar, y ya no digamos leyendo un libro. Volví a mirarla y esta vez me turbó y me puso caliente. Y me dije que a ella también, al igual que había hecho con el día crudo, la metería en mi cuento, la haría pasearse por Badalona. Salí de aquel café convertido en el nuevo Hemingway.
Pero cuando unos años después, exactamente en febrero de 1974, volví a París –esa vez, aunque no lo sabía, no para quedarme cinco días sino dos años-, yo no era ya el mismo Jove vanidoso de aquella mañana de lluvia y frío. Seguía siendo bastante idiota, pero quizás no tan vanidoso y, por otra parte, había aprendido a ser ya algo astuto y prudente. Lo fui cuando una tarde, en la rue Saint-Benoît, mi amigo Javier Grandes al que había ido yo a visitar –mejor será decir a espiar- a París, me presentó en plena calle a Marguerite Duras y esta, sorprendentemente, a los pocos minutos, guiándose tal vez por la confianza que inspiraba Javier- ya me había ofrecido esa buhardilla por la que antes de mí habían desfilado inquilinos más o menos ilustres de la bohemia y hasta incluso algún político, también ilustre. Porque en aquella buhardilla habían vivido antes, entre otros amigos de Duras, el mismo Javier Grandes, el escritor y dibujante Copi, la delirante travesti Amapola, un amigo del mago Jodorowsky, una actriz de teatro búlgara, el cineasta underground yugoslavo Milosevic, e incluso el futuro presidente Miterrand, que en el 43, en plena Resistencia, se había ocultado allí dos días.
Fui, en efecto, astuto y prudente, cuando Duras, en la última pregunta del coqueto interrogatorio intelectual al que me sometió, simulando que deseaba averiguar si merecía ser el nuevo inquilino de su buhardilla, me preguntó quiénes eran mis escritores favoritos y la cité a ella entre García Lorca y Luis Cernuda. Y aunque tenía ya en la punta de la lengua a Hemingway, me guardé mucho, muchísimo, de nombrarlo. Y creo que hice muy bien, porque ella sólo coqueteaba y jugaba con sus preguntas, pero seguramente un autor no muy de su gusto –y parecía difícil que Hemingway lo fuera- podría haber arruinado aquel juego. Y no quiero ni pensar que habría sido de mi brillante biografía sin aquella buhardilla.

(pág 12,13,14 y un párrafo de la 15 “París no se acaba nunca” Enrique Vila-Matas)

Para cuando terminé sabía que en breve iba a abandonar Argentina para ir a radicarme a otra parte. No sabía ni a donde ni cuando, ni con quién, ni por qué. Era tanto lo que me faltaba ver de este mundo, eran tantas las cosas ajenas a mi y tan limitadas las paredes que me había levantado pensando que era alguien, que comencé por tomar decisiones drásticas y sencillas. Allí, frente al malecón, en una cálida noche tropical, comencé a construir esta faceta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno