martes, 7 de agosto de 2007

El negro Marquina

Por aquellos años el negro Marquina tenía cinco años, igual que yo. El negro representaba el miedo que le tenía a mis compañeros nuevos, sobre todo porque en mi primer día de clase me hizo llorar de un cachetazo. Ese día aprendí sobre la violencia escolar. Cunado tenía cuatro años mi madre me quiso anotar en un jardín de infantes de Buenos Aires y yo me negué porque me las arreglaba más que bien jugando solo. El año anterior le había dado lástima a ella llevarme a un jardín siendo tan pequeño. Entonces a los tres y a los cuatro aprendí y recontra aprendí a jugar solo: y esa soledad me permitía viajar y jugar. Si bien dicen que de aquella edad casi no se conservan recuerdos puedo afirmar enfáticamente que no es así. De hecho, puedo narrar pequeños episodios como los juegos en la tarde calurosa de mi casa de Villa Pueyrredón, en Buenos Aires, jugando con la pista enrollable de autitos Matchbox, o la estación de servicio de mi hermano, o el mini kiosco de diarios que había construido mi padre y que era la parada obligada de cada tarde, cerca del gomero que ocupaba un macetón y llegaba hasta el techo del galpón que estaba sobre la terraza.
Como sea, mis cinco años me presentaban maduro en ciertos aspectos y poco sociabilizado con pares de mi edad. Cualquier falta de acuerdo era entendida por mi como una pelea y el negro Marquina, que de hecho era violento tal vez de su hogar, dirimía las peleas a golpes. Entonces el primer día lloré y sufrí tener un cachete colorado por un golpe. La venganza, de todas formas, llegó tal vez demasiado pronto. Unos diez o quince días después, en ocasión en que el negro Marquina me tiró una patada voladora la neutralicé tomando su pierna por el pie derecho y levantándola hasta que perdiera el equilibrio, de modo que cayó para atrás y se golpeó la cabeza. Importante conmoción, llanto, primeros auxilios y médico y a partir de allí algunos comentarios que me acompañaron hasta nuestros días: guarda que este está medio loco y se las cobra, como sea.
Varios años fuimos después de ese episodio compañeros y casi amigos con el negro Marquina. Su padre era mecánico y tenían un ratón Henkel con el que iban y venían por la vida. Ese coche tan particular, que se abría por una única puerta en el frente y se asemejaba a un huevo con ruedas, era nuestra movilidad desde el colegio hasta “La cancha de los bomberos”, aquel predio cerca del mar donde jugábamos al futbol y que antiguamente había servido como reducto del viejo cuartel de bomberos de la ciudad de Mar del Plata. Con el negro aprendí que los rencores de lo cotidiano se superan tirando paredes y pases de gol en algún partido, mientras que cuando alguien no aprende a pedir o pasar la pelota se queda solo, como cuando jugaba a mis tres o cuatro años.
El papá de Marquina le profesaba cierto afecto e idolatría a mi madre, que por entonces ya era maestra del colegio. Posiblemente eso puso a salvo mis huesos cuando se enteró de que el golpe que había recibido su hijo era por causa de mi defensa. Finalmente la cosa quedó en un son cosas de chicos, o tienen que hacerse hombre: y vaya si nos hicimos hombres. El negro trabajando desde joven mantuvo su casa y su vida, junto con la de su hermana y la madre cuando tempranamente desapareció el padre de un día para otro después de un operativo de las fuerzas conjuntas. El papá del negro, la Señorita Carolina, la señorita Susana y la Señorita María Luján habían ido al mismo limbo de donde alguna vez se suponía habían salido las fuerzas del mal que ponían bombas en los colegios y que atacaban los camiones de reparto de carne y provisiones.
Muchos años después, caminando por Tirso de Molina pude ver una manifestación de argentinos y de otras agrupaciones europeas pidiendo por los desaparecidos. En aquella mañana de domingo en el frío noviembre de Madrid, treinta años después, estaba el nombre de un tal Marquina entre los que seguían pidiendo saber qué pasó, pero nunca supe si se trataba de la misma persona, porque en aquel entonces el papá del negro era simplemente el papá del negro, un ser sin nombre ni otra filiación que existir por ser el padre de. Parecía gracioso o paradójico pero treinta años después su identidad así como su destino me seguían siendo desconocidos.

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