martes, 7 de agosto de 2007

Bajando del Metro

Bajando del metro de Valdeacederas, tornando por la calle de Simacas se deja atrás a Bravo Murillo, una calle bastante importante que circunda buena parte de Madrid. Claro que el panorama que se ve en esta estación no es el del señorial relieve de Chamberí ó Arguelles sino uno más pintoresco: personas con termos con agua en las vereda tomando el mate paraguayo, escuchando cumbias y alardeando en castellano – guaraní. Locutorios de Internet e envío de dinero a Ecuador, Colombia, Turquía y Paraguay. Los dueños de los locutorios son o turcos ó árabes, aún no aprendí a distinguirlos. En la calle Antonio atiende uno cuya mujer usa pañuelo en la cabeza y cuando entra alguien un tanto más estricto hasta se pone una suerte de velo.
En este barrio se aspira aromas de transpiración agria, ni siquiera como en otras partes de Madrid, ese olor a traspiración de alcohol, ajo y cebolla. Los inmigrantes huelen distinto. Estos llevan días sin higienizarse, por su aroma, tal vez más las mujeres que los hombres. Acercarse a ellos es hoy, para mí, una aventura, que sólo arriesgo ante la necesidad de usar Internet desde algún sitio.
En callecitas como pasajes, muy angostas; construidas como al azar o de capricho se escuchan ramalazos de conversaciones malagueñas, con acento español bien sureño, combinados con guaraní y algo de turco-árabe. Una auténtica Torre de Babel pero inclinada hacia el subdesarrollo.
Aquí empieza la odisea de ser alguien en Europa. Ser alguien en esta península del primer mundo. Suena gracioso. Nunca vi tanto caos y desorden en argentina ni aún habiendo conocido el interior como lo recorrí a lo largo de mi vida. La otra tarde mientras volaba entre Milán y Roma, sin ir más lejos, calculaba que en los últimos diez años había recorrido algo así como un millón de kilómetros en auto (tal vez un diez por ciento menos) en el ineterior de Argentina, Brasil y Uruguay. La vida se parece, supongo, a la de los barrios bajos de inmigrante en Buenos Aires y, por qué no, en Nueva York ó París.
¿Dónde estabas el día que te dije que me extrañaba tu conducta, que no me protegías, que el amor se iba muriendo de a poco? Dónde, tal vez en ninguna parte, tratando de rehacer tu vida con los jirones de tu alma mezquina. Carmen me lo había dicho en una de sus videncias y nunca le presté verdadera atención. La cosa parece recaerme siempre a mí porque nunca le presté verdadera atención a nada. Hace unos días que habito esta doble identidad, la de un asesino suelto de nacionalidad perdida y ganada, en un barrio a dónde nadie puede llegar a preguntarme por qué hice lo que hice, dado que nadie lo sabe. ¿Existe el crimen perfecto? Sonrío: existe.
El árabe que me cobra 65 centavos de euro por el uso de esta máquina, sudada y maloliente, escruta con sus ojos que hay detrás de los míos. No temas, le contesto con la mente: yo también soy una célula dormida, pero no estoy aquí para mirar tus planes ni la de los misérrimos primos tuyos que están pergeñando algo en Ceuta y Melilla: estoy aquí huyendo para adelante, que es lo único que se hacer desde hace veinte años.

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