viernes, 18 de septiembre de 2009

Las Cuarenta

Miró las cartas con algo de pereza. Le tocaban diez porque jugaban de a cuatro. Las dos primeras no eran de valor, luego vinieron tres triunfos (oros.. El As y dos que no suman pero sirven. Le tocaron tres cartas más, interesantes, de otros palos y por último venían dos a las que mentalmente empezó a forzar. Primera rey de oros: podían venir las cuarenta... miró con mas ganas deslizando desde la izquierda y vio un número 1, podía ser de una sota o un caballo. Como todo esto le insumió más tiempo que el habitual y lo hacía en forma discreta la mano jugó como primera carta las sota de oros. Sin duda la mano iba a menos. Seguía él quien al ver la sota en la mesa supo que su uno no era otro que el del caballo de oros, aun sin descubrirlo y sonrió internamente: tenía las cuarenta, el as de oro, cinco triunfos en total y tres cartas más con puntos... era el seguro ganador de la partida en esta ronda.
Jugó con lógica. Bajó el As de oro, esperó a todos los jugadores, levantó la basa y cantó marcando una al revés, tranquilo: -las cuarenta- sentenció mientras observaba que el tres de oro no había salido y era su rival escondido entre los otros dos jugadores que no eran mano. Cantó las cuarenta y pensó en ella, que desde hace días se le aparecía como una imagen nostálgica en los sueños ya no tan juvenil como cuando la hizo a su imagen y semejanza.
Salió con un triunfo bajo a buscar al tres de oro, ahora su rival, escondido entre los otros dos jugadores...
La imagen de ella, que dentro de muy poco cumpliría cuarenta vino hacia él con más y más fuerza: al fin y al cabo ella había sido de él, una posesión recluida en inviernos largos y fríos, en convivencias similares a la de las novelas, o no, pero siempre había sido de él. Ella estaría más grande que cuando lo había dejado, diez años atrás. Él ya se empezaba a sentir viejo, muy viejo, y fatigado. Su recuerdo era de verano, de la playa grande y databa de mas de veinte años... su presente era de martes de agosto a la mañana jugando con otros tres al tute cabrero por la cerveza, porque no había nada más importante que hacer.
Pensó en quién tendría el tres de oro cuando jugó el triunfo bajo. Pensó en quién sería el compañero actual de ella, porque una mina como ella no podría estar sola. No la merecí, ni siquiera la imaginaba sola. Quien la acompañara sería como el anónimo poseedor del tres, desconocido ahora, que buscaba hacer salir con su juego. Quien la poseyera ahora sería como un tres de tute cabrero: importante, sí, pero menor que el as. Nunca un tres le puede ganar al as de triunfo, ni quien la tuviera feliz, si es que ahora era feliz, podría siquiera asemejarse a los años de amor y locura de su prolongada juventud, frente al mar, mientras se reía y disfrutaba de ver la cara de sus compañeros de trabajo el día que se enteraron que salía con ella: . –“a esa frutita te comés”?, le preguntaron no sin algo de envidia y admiración. El solo movió afirmativamente la cabeza.
Pensó en que ese tres de oro que lo inquietaba pronto sería historia. El otro tres no. No era tan fácil hacerlo saltar como a este, en la mesa: ¿Qué jugada habría que hacer para que se mostrara, al menos un instante, sin necesidad de aparecer mucho en la vida de ella?. Y ella, hermosa, caprichosa y eterna... ¿qué haría si se enterara de que él, justo él, testarudo y orgulloso, andaba averiguando por ella y su nueva vida, diez años después...?
... el sol entraba por una ventana en la casa... era invierno pero este martes no hacía frío, no tanto, como lo hostil que se había presentado todos estos últimos días...pensó dónde había escondido la última foto que le sacó a ella, en short, sin que de diera cuenta con un fondo de playa y que había tenido que esconder cuando se fue a vivir con su nueva mujer...
Pensó en el puñado de ilusiones que hipotecó cuando se casó ya grande, con una chica un tanto menor, hermosa, inteligente, preparada, que le producía tanta atracción y pánico escénico a la vez. El tiempo lo fue aplomando pero algo falló en algún momento. Debe haber sido algo muy imperceptible o de poco cuidado y aunque muchos amigos se lo habían advertido, que la cuidara, que la mimara un poco más no pudo, no quiso, no supo... el sol calentaba en la ventana y alguien le dijo en tono sonriente: -“ ¿vas a jugar o no?-
Miró con un dejo de vergüenza y preguntó –“quién levantó el tres?
-¿qué tres? - le contestaron
-el de oros- inquirió
-si no salió- agregó el mano
-callate salame- le gritó el último
-dale jugá- dijo el cuarto de la mesa.
Volvió a mirar todo. El de su derecha había levantado la basa anterior. Ignoraba si había levantado el tres. Miró las cartas que le quedaban en la mano y eran buenas pero no tanto. Si el del al lado había hecho una buena base y lograba la asistencia de los demás podría sumar más puntos que él con lo cual llegaría a perder una mano que cuando la recibió parecía ganada, sin más ni más. El recuerdo de ella se había congelado. Si perdía esta mano una cerveza que parecía segura y ganada se le escaparía inexorablemente de las manos. Pensó en el cruce de los destinos y que de pronto nacía una posibilidad aunque sea remota, de que el dueño del tres de triunfo ganara, con lo cual era la primera vez que vería a un tres ganarle a un as.
-¿se puede perder con el as de triunfo y las cuarenta cantadas? - preguntó
-se puede- le contestó el de al lado
Jugó una carta cualquiera, hizo un comentario menor como " no hace tanto frío hoy" y trató de concentrarse en la mano y jugar lo que le quedaba con lo que tenía.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Alegría

Se llamaba Alegría, era una rubia del montón. Arrastraba un carro equipado como cafetería móvil y seducía a todos. Y aunque no era la más guapa del mundo les juro que era más guapa que cualquiera, como decía la canción. Ella tenía una cola de caballo en su cabellera rubia que dejaba caer sobre una espalda perfectamente torneada en una camiseta corta y un jean de tiro bajo. –“Carajo con la Real Acadeia Española”- pensé, aún no había adjetivos para describir aquello. Era la tarde y la hora en que sol empezaba a marcharse dándole la espalda a este extraño mar austral, argentino e injustamente gélido. Volvía del puerto y nada parecía ser distinto a otros días, excepto porque en el auto sonaba música la radio que me invitaba dejar todo: esta vida normal para perderse detrás de ese carro de café, mientras la voz en off de aquella locutora le dedicaba un tema al "chino". Un código implícito dibujaba el triángulo infinito desde el eter, el chino y la rubia. Era el principio del fin y creo que todos lo sabíamos.

Circular

Fulana de un tal extraño. Aún no sé en realidad nada de tí. Escasa y necesariamente nada. La tarde de hoy muda en apariencia entreviendo otro significado: me sugiere tantas cosas... pero aún no logro comprender de qué se trata. Una y mil formas. Necesito música, si pudiera ser triste y melancólica, mejor.
Aquí me atormento y allí me mato. Muero e imagino nuevas vidas. Un tren japonés descarrila y todo se hace más mundano. Maldito error. Maldita moral moralina que me pone en el otro andén cuando el deseo me acerca de forma cavernícola e inexorable a Fulana de Nadie, acerca de una historia casi imaginaria, casi real. Opio, rapé, alcohol, noche que llegarás antes o después y me vas a tomar por la cintura, susurrando lo imposible. Firmando el documento que no podremos cumplir. Vacío: existen muchas ventanillas para pagar y muy pocas para cobrar, cobrar a derecho, cobrar a satisfacción lo que esperamos se debe dar.
En fin, nadie dijo que esto debía de ser justo. Nadie prometió igualdad, ni infinita alegría. Nadie prometió ni siquiera momentos. Pero alguna vez los descubrimos y luego sabemos que los momentos existen; que pueden ser.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Tres Jorges, tal vez cuatro

Los viernes de Madrid tienen sabor a sábados de Sudamérica. Sobre todo si los consideramos después del mediodía, donde la actividad empieza a mermar y sólo quedan los bares y la movida del fin de semana, esa que empuja a ir andando "palante", para ir haciendo escalas en los distintos lugares que saben a historia. El café Gijón es uno de esos lugares. Fundado en 1888 y en el Paseo de los Recoletos, al que se llega andando desde La Castellana, o Gran Vía y nada, simplemente a disfrutar de los tunos, no juveniles ni universitarios como marcaba la tradición, sino ya un tanto entrados en años.
Es que todos estamos más entrados en años, inclusive este mundo, que ha dejado de ser inocente, predecible y monotemático desde la bala de Sarajevo. Pero eso ocurrió hace casi cien años.
Como sea, al café Gijón llegué ese viernes junto a Mayte para tomar un café, justamente, con una pasta de cabello de angel. Ahí sobre la barra y no sé bien por que ella se animó a contarme lo de los tres jorges. Es increíble, me dije para mí, pero conozco cada vez más cosas de Mar del Plata desde que vivo en Madrid.

Corría entonces el mil novecientos setenta y pico, yo era muy joven, comenzó Mayte. Jorge era el dueño de la parrilla cerca del Hospital de niños y yo tenía el negocio donde siempre. Como mi socio y yo nos quedábamos hasta muy tarde solíamos perdir algo a la parrilla y comerlo ahí y Jorge, que era muy agradable y buen mozo, traía el pedido personalmente. Allí nos quedábamos los tres, comiendo, riendo y celebrando la vida. Te juro que en aquella época la vida se celebraba todos los días, no sé que paso después, cuando me chuparon, me torturaron y perdí por un tiempo la sonrisa. Pero eso es otra historia y no tiene nada que ver con Jorge, que era lindo, listo y con toda su vida por delante. Dueño de dos comercios en Mar del Plata tenía las mujeres a sus pies, al menos unas cuántas, que lo venían a buscar a la salida del trabajo o que lo encontraban en la noche de Constitución o algún boliche de lo que luego iba a ser Alem. Más de una vez, muchas, te diría hoy, yo le hacía el aguante para correrle una chica mientras él se iba con otra. Y juntos, después nos reíamos y hacíamos locuras. Cada tanto me traía una rosa roja, o un ramo de rosas rojas… primero pensaba que eran las que le sobraban de las jodas que se mandaba, después un día así como así me llegó un ramo de rosas rojas.
Muchas noches tipo tres o cuatro de la mañana arrojaba sobre la ventana de mi habitación una piedra y yo salía, para hacerlo callar, bajaba y nos íbamos a tomar helado y morirnos de risa en el auto, o caminar bajo las torrenciales lluvias de verano hasta empaparnos absolutamente todo y volver a reir, siempre reirnos, de esos días de presente que sonaban a eternidad. Otras noches iba yo a la parrilla y le ayudaba a cerrar la caja, guardar el dinero, pagar proveedores y luego nos íbamos por ahí. Yo salía con un chico en esos años que no se llevaba para nada con él, es más, se fueron a las trompadas una tarde en la puerta de mi negocio. Ese día me había mandado tres ramos de rosas rojas de tres florerías distintas.
Todo pasó una mañana. Es raro porque las mañanas no son momentos para esas cosas. Mi socio me decía siempre que Jorge estaba enamorado de mí. Jorge siempre me decía que yo era una mina para tomar en serio. Esa mañana vino y me mostró un traje, hermoso, de Seijo, zapatos, medias, una camisa y hasta un boxer. Me dijo: “-hoy tengo la salida más importante de mi vida, por eso voy a estrenar toda esta ropa”- Yo la miré, era realmente hermosa e imaginé que más hermosa se vería puesta. Luego me dijo paso por vos a las once, me dio un beso en la mejilla apuntando hacia los labios… me guiñó un ojo y se fue.

A la noche lo esperé, hasta las dos de la mañana. Sin noticias suyas y, por supuesto, no existían los teléfono móviles, de modo que sólo me quedaba esperar. Dos y media de la mañana me desvestí y lo maldije un poco, pensé que se había encontrado con alguna amiga o, simplemente, que no tenía que ser. Como no tenía salida o ya estaba cancelada fui hasta el negocio y le avise a mi socio que por la mañana abriría yo, que se tome el día para compensarlo un poco. El me dirigió una mirada de compasión y agradeciéndome cerró y se fue. Por la mañana la vida sería distinta. Y vaya si lo fue.
La mañana siguiente me vi abriendo el diario La Capital sin ton ni son hasta la sección de necrológicos, esperando que solo una muerte justificara aquel plantón. Y una muerte lo justificaba. En otras páginas venían los detalles del accidente en la calle Paso y Santiago del Estero, creo y explicaba de cómo un auto se incrustó en el otro, y cómo murió instantáneamente, sin sufrir, o cómo llegó sin vida al hospital regional, donde la madre de él era enfermera de la guardia y fue quién lo recibió, vaya paradoja. Entonces cerré el negocio y me fui a la Sala Velatoria, aún estaba en servicio y nadie me había avisado. Todo era dolor y confusión. Eso comenzaba a explicar por qué unos diez días antes cuando levanté la vista para verlo en el umbral de mi negocio tuve la visión esa de ver dos Jorges, uno que salía de su cuerpo y flotaba hacia arriba y a su derecha. Cuando él me preguntó que me pasaba no supe qué contestarle. Eso explicaba también por qué la noche anterior a que viniera con su traje nuevo al negocio vi cómo su alma se le iba por la espalda hacia la cocina de la parrilla mientras él me miraba y no sabía explicarme qué le sucedía. Una parte de mi lo sabía todo. Una parte de él, también tal vez. Y entonces ya sin tiempo físico quiso cerrar lo que siempre estaba implícito entre nosotros pero nunca había sucedido. Esos dos jorges se separaban del tercero, el que me mostraba su traje y sus cosas… algo estaba irremediablemente sucediendo.
Pasé meses llevándole rosas rojas al cementerio. Iba y siempre volvía destruida, sin ánimo de vivir. No lograba enfocarme y verlo ahí abajo, enterrado y yo con las rosas que dejaba en el florero. Una tarde, fría pero con sol, le dije que ya no volvería, que era la última rosa que le dejaba. Que se cerraba el círculo, que no había deuda, la cita ya estaba aclarada. En ese momento sentí como me tiraba del pelo como por detrás, como solía hacerlo cuando entraba de improviso al negocio y me tomaba de espalda. Miré a mis alrededores y, claro, no había nadie. Pero los dos sabíamos de qué estábamos hablando.

Volví en mí cuando Mayte agitó sus manos sobre mí, como tratando de despertarme. Mi vista estaba clavada en la barra del Gijón, mis ojos volaban desde el cementerio de la Loma de Paso, en Mar del Plata al paseo de los Recoletos, en Madrid. Pagué y caminamos. Ya era de noche. Pasamos por la puerta del prado, que estaba cerrando sus puertas y tomamos Gran Vía, para entrar en Chicote, el pulso de la ciudad, desde el 12 de Gran Vía, como decía un cuaderno lúdico que había en la entrada. Ya adentro nos envolvió el espíritu de Chicote, que nació en 1899 y a los diecisiete años era Mozo del Ritz para muy pocos años después establecer ese lugar por el que pasaron desde Hemingway hasta Ava Gardner, y más acá, desde Sabina, Almodóvar o nosotros, los mortales, por caso. Pedimos dos cañas y compramos tabaco, el espíritu de la noche ganaba a la tarde melancólica. Mi cabeza seguía buscando a jorge. Mayte, quizás, ya lo había olvidado.
Un hombre pintón, de ojos azules e impecable traje salía del baño con amplia evidencia de haber aspirado algo y se dirigía a nosotros.

El sol de Parque Luro

Acabo de regresar de París. Euro Disney, la Torre Eiffel, Champs Elisee, el Tour de Francia, al que vi en su etapa final pasando por el Arco de Triunfo. Estoy en Madrid y hace una temperatura de cuarenta y dos grados. Instalado en mi pequeño apartamento de Plaza de Castilla, con un equipo de aire acondicionado, miro por la ventana y recuerdo aquellos sueños de fines de los setenta y ochenta, cuando creía que Argentina era un país importante y que Mar del Plata era la “capital turística del mundo”. Por aquel entonces algunas voces se alzaban contra las declaraciones de un intendente que dijo que “los marplatenses éramos mediocres”.
Por supuesto que como yo no era marplatense de nacimiento me sentía a salvo de sus declaraciones pero podía leer las polémicas en el diario.
El señor militar de turno explicaba qué debíamos pensar, cuál era el sentir del “ser argentino” y qué cosas sucederían en el futuro que nos sonreiría después de triunfar en esto de ser derechos y humanos.
Los señores estos explicaban todo, excepto aquel extraño placer que sentía por ser argentino, vivir en Mar del Plata, y dejar que el sol del mediodía de agosto (el frío invierno de agosto), golpeara mi cara escasamente después de comer, en las calles Chubut y Juana Peña, del barrio de Parque Luro. Juro que en aquellos días me imaginaba lejos de allí, mientras el placer de esa siesta como postre me dejaba volar, abrigado por los únicos rayos del sol que en el paralelo de latitud treinta y ocho al sur acarician como en ninguna otra parte.
Fueron necesarios treinta años de mi vida para descubrirlo pero en aquella casa paterna estaba el Aleph, aquel punto donde coexisten los puntos del universo. Hoy, a doce mil kilómetros de distancia, mientras saboreo un vino tinto francés, se de que hablo, o por lo menos, de qué escribo.
Fue necesario enamorarme, perderlo todo, soñar, sufrir y resistir a Videla, Viola, Galtieri, Bignone, Alfonsín, Menem, De la Rua, otros cinco y al famoso matrimonio K para darme cuenta que tenía que recorrer el mundo en búsqueda de mi propia historia. Gracias a ellos pude recorrer gran parte del mundo y corroborar que el sol, en el paralelo treinta y ocho sur es macho y argentino. Para comprobar que Dios vive en Mar del Plata y para re descubrir a Borges, aunque el inquilino actual de mi vieja casa paterna, aún no se haya percatado de que el sol de Parque Luro es único.
El mes pasado recorrí Roma por cuarta vez con una curiosidad infantil, esperando descubrir en los orígenes de nuestra civilización algo que explicara nuestro pasado y justificara este presente. Salvo por la pizza, la pasta y los helados no pude descubrir qué había de particular allí que no existiera en los ochenta en mi casa de Parque Luro, en Mar del Plata.
Esta noche, cuando sea la tarde argentina por allá, recordaré (si antes no quedo derrotado por esta botella de vino francés) que alguna vez amé y quise ser libre. Que la distancia pudo acomodar otros temas, pero que el sol de Parque Luro es único y sigue acariciando aquella latitud, mientras yo o consumo mi vida en esta.
Esta noche saldré a recorrer los lugares más selectos de Madrid, para tratar de descubrir la historia de los por qué del amor: por qué sigo amando a una ciudad tan lejana y a un barrio tan poco particular, con sus farolas enanas y sus pastos prolijamente cortados, sus vecinos poco sociables y su mística intacta. Esta noche comenzaré el sueño del que vuelve, aunque por ahora solo sea con la mente.

martes, 7 de agosto de 2007

Milagro 07

Una italiana de Mar del Plata, grandilocuente y amiga se lo había anticipado un par de días antes del milagro. Marisa le había dicho al gordito – a Roma se la conoce caminando –
-Yo sabía que preguntando se llega a Roma – contestó el gordito
-Si, preguntando se llega y caminando se la conoce- cerraba dogmática la frase al tiempo que le regalaba un mapa de la ciudad más que completo. El gordito, que lo único que tenía a mano era la guía de Clarín atesoró ese nuevo objeto ahora precioso y se sirvió otro pedazo de Joe Pizza, en la confortable noche marplatense.
Días después, mapa en mano, el gordito salía de Tor Vergata hacia el centro para comprobar como era un viernes santo en Roma. Primero tomo un ómnibus hasta la estación Anagnina y de allí el metro A hasta la estación Spagna. Bajó en la mismísima Piazza Spagna y sacó todas las fotos que pudo. Como era un gordito tecnológico tenía una cámara Sony de ocho megapixels con objetivo y filtros, de modo que se sentía un artista a la captura de las sensaciones romanas, que por estos días parecían ser las sensaciones del mundo entero: de hecho más de seiscientas mil personas habían llegado para pasar la Semana Santa de este turbulento año.
Recorrió Piazza Spagna y Piazza Novona, caminó hacia el Tévere y lo cruzó a la altura del puente del Museo de Castel Santangello. Preguntó en su medio italiano tosco a unas hermanas cómo llegar al Vaticano y caminando, como se lo había dicho Marisa, llegó hasta la misma Piazza San Pedro. A esta altura eran las dos de la tarde y el cielo azul de roma mostraba los beneficios de la primavera. La cola para entrar a la Basílica de San Pedro era de más de quinientos metros, tal vez mil. Al gordito se le ocurrió que eran un millón de metros, y que no había Dios tan importante del otro lado como para hacer esa cola. De todas formas, y como era un gordito curioso, encontró una solución, bien a la argentina: colarse por donde estaba la salida. Así que fingiendo tomar una de sus electrónicas fotos a un interlocutor del otro lado de las vallas de la salida dijo algo así como -presto, súbito, scussi, prego… - y pasó del lado prohibido. Primera etapa cumplida, el gordito se encaminó por las pasarelas al revés, con la misma treta, hasta que observó que dos sacerdotes, vestidos de negro y en posición similar a la de los cuervos del viejo canal I Sat lo miraban con un dejo de curiosidad y terror, cuando no de bronca. El gordito, simpático, se acercó hasta ellos y en forma compinche, casi familiar, les preguntó: -¿Padres, creen que Dios estará atendiendo allá adentro porque llevo urgencia por hablar con el?- Los padres se miraron entre sí y uno le contestón en mala lengua – disculpa hijo, no hablo español – El otro vociferó por lo bajo algo así como –curva do mach-. Por la fonética el gordito comprendió que los padres sí hablaban castellano y que eran polacos, porque muchas veces había escuchado a su abuelo, polaco también, decir algo parecido cuando quería decir hijo de p…
El gordito entonces, no teniendo para más nada que agregar en esa conversación, siguió desandando el sendero de los que si habían hecho la cola, que era andar el sendero de los atrevidos, los que no hacían la cola. Una vez en la galería interior de la Piazza San Pedro se maravilló con la imagen de una cruz que se veía bien alto, con el cielo diáfano de fondo. Por alguna razón refleja tomó la cámara, apunto, encuadró y sacó una imagen bastante centrada de la cruz. Bajó la cámara mientras pensaba: -Dios, si existís, dame una señal verdadera… no tengo ni tiempo ni paciencia para entrar todo este camino y te quiero preguntar algo-
Como por reflejo volvió a apuntar con su cámara Sony de ocho megas a la cruz, esperando ver de fondo la cara de Dios, como marca de agua o papel tapiz del escritorio que pintaba detrás de la escena de esa cruz y el cielo de fondo. Pero no, no estaba la cara de Dios. Sin embargo, al disparar, o un instante antes de hacerlo pasó un ave en vuelo directo a posarse sobre la cruz. El gordito impacto imagen, revisó… y justo: allí estaba el ave en la cruz. En estado de locura y euforia bajó la cámara y salió corriendo hacia la cruz. Al llegar bajo ella sintió una especie de líquido que lo bendecía… tal vez sí o tal vez no. Porque no era ni más ni menos que caca de ave que le caía desde la cruz. Un poco importunado por la desventura, apresuró a limpiar la cámara con la mano observando que tanto él como su máquina estaban en este nuevo estado de bendición.
Tranquilo ahora, sin deslizar ningún comentario, el gordito tomó la dirección de la salida y fue a un barcito de la calle principal a limpiarse. Allí resolvió que no tenía ganas de volver a la Piazza San Pedro y se fue caminando, como le decía Marisa, hacia la Via Condotti a ver si Prada o Gucci le producían cierta sensación de alivio a tan desagradable contradicción. Por la tarde paseó por el Coliseo y lo vio listo para la función del Vía Crucis que iba a hacer el Papa por la noche. Por la noche, ya sin ganas de ver el Vía Crucis, prefirió ir a comer unas patatas al formagio a Campo di Fiori. Con la última cerveza en la mano y mientras pensaba en como volver al hotel en Tor Vergata comprendió que lo que había vivido a la tarde era un milagro. Volvió sobre la imagen capturada y el reloj de la máquina le indicaba 09:55 hs, pero de Argentina, que es algo así como las 14:55 de Italia. El gordito sabía que una leyenda importante del cristianismo dice que Jesús murió a las tres menos cinco de un viernes santo. Aunque no entendió bien cual era el mensaje que Dios le mandaba se dispuso, a partir de ese mismo momento, a divulgarlo.

Metro Asesino en Fuga

Tomo el metro en la estación Canal, bajo en Plaza del Sol. Tomo café en la Mallorquina y camino hasta Precidados. Entro a El Corte Inglés y pido cotonetes. Me miran, tengo ganas de pedir pastillas para no soñar y dejo pasar la tentación. Camino hasta Tirso de Molina y pido una cerveza. Viene una tapa de jamón que trituro en la barra mientras veo con culpa como crece mi abdomen. Pago, bebo, dejo Tirso de Molina y camino hasta Plaza Santana, pasando por la plaza Jacinto Benavente. Miro a El maestro churrero y me digo hoy no, no más porras, ni churros rellenos ni chocolate. Nada. Caminar y bajar la tapa y la cerveza. Pronto desisto y entro en el metro Sevilla. Bajo y vuelvo para Cuatro Caminos, combino con el metro a Estación el Carmen, bajo y camino hasta Caja Madrid con la secreta esperanza de verte tras la vidriera. Es de tarde, pero no es jueves, por tanto hoy no trabajas en tu escritorio, con tus faldas seductoras y esa cara de españolita tan agraciada. La sucursal Virgen Niña 9 está tan vacía que ni tu perfume puedo aspirar por la rendija de vidrio que deja el cajero automático. Iré a pasear por Chamberí.
Me cuento una historia una y mil veces que prometo escribir pero no tengo conmigo ni boli ni papel y el notebook quedó en el apartamento. Nada, naderías de Madrid un miércoles por la tarde, cuando la ilusión se transforma en posibilidad y va y viene, como las olas de Mar del Plata del último día que caminé por Playa Grande, con la vista puesta en un barco de carga entrando más cerca de la escollera sur que lo que prudentemente se recomiendan los marineros expertos de Mar del Plata
Madrid se hace andando, me dijo Agostina, una especie de angel y diablillo que se debate en batalla diaria con paridad de fuerzas. Con veintiséis Agos es un alma en fuga, en un país que no le es ajeno, en una vida que comienza a serle propia, aunque nunca conoció el verdadero amor. Le hago caso mientras pienso que Agos camina Madrid pensando en otros horizontes, igual que yo, igual que todos los que caminan por Madrid. Al contrario de todos los que caminan por el resto del mundo y mientras lo hacen piensan en Madrid, eterna paradoja. Mi vecino habla fuerte por su móvil y dice algo así como oye tío que te la has liado con Bea, pero ella está conmigo ahora… y Bea lo escucha y me mira y me sonríe por encima del hombro del que habla. Yo me calzo los lentes de sol para no ser testigo de la doble cornamenta del que charla y debate sin parar con el otro por la hipotética posesión de Bea.
Y Bea que sonríe como una Geoconda española no deja de mirarme y cautivarme desde cualquier punto que intente contactar con sus ojos. Ahora pienso si el Louvre, que está haciendo exposiciones itinerantes, no la habrá dejado salir unos días para que los españoles de por aquí se deleiten con su sonrisa. Corrijo la idea: Monalisa es más italiana y Bea en la Via Condotti estaría en la vidriera de Armani, o sería el complemento ideal para cruzar de frente en la Via Venneto: no aquí.
Me voy, una vez más, de las situaciones que me incomodan. Bajo en la Estación Iglesia y vuelvo para el centro… debo dejar de deambular tratando de saber qué quiero… siento los ojos de Bea en mi nuca, siento la mirada ausente de todos los que viajan en este metro, siento el olor de los negros que vaya a saber por qué no aprendieron a mp tener olor. Empieza el calor y el eterno sufrimiento madrileño: ese aroma de ajo y cebolla que te acompaña allende los túneles de metro y las veredas con terrazas.
Soy un asesino no confeso ¿sabían?... ando solo y sé que puedo matar. Ya lo hice y lo puedo volver a hacer en cualquier momento. Porque la gente normal como yo tiene sus límites y cada tanto se raya… y pasa a ser subnormal, o anormal. Entonces la policía no me encuentra porque aparte de asesino soy hábil. Pude matar y no dejar rastro, pero no ando tentando al destino para ver cuántas veces puedo matar y que no me pesquen. Porque una cosa es la justicia argentina y otra cosa es creer que uno puede eternamente escapar de la justicia.
Ahora estoy empezando una nueva vida, más española, menos latinoamericana. Como soy un chico bueno y apreciable encuentro a mi paso un montón de puertas que se abren: mis amigos me dicen te lo mereces (mis amigos son argentinos) porque fuiste un luchador toda tu vida. Mis amigos del alma de aquí me dicen tienes un alma noble, pisaste este suelo con buena estrella.
Y yo río, y río, como en Río de Janeiro, aquella última vez en que un taxista me quiso cobrar veinte reales por llevarme desde Arpoador a Ipanema. Ese sí que sabe que soy asesino y también aprendió, aún sin manejar el castellano, que esa estaba cerca de ser su última noche, hasta que decidió conformarse con 5 reales que le entregué y un guiño de mi ojo derecho más que claro… corre por tu vida y llévate estos cinco.
Sin embargo ahora soy español, auténtico, y cargado de derechos. Tengo mi pasaporte comunitario y un DNI español. Estoy anotado en la seguridad social, empadronado aquí y con la baja consular en argentina, de la que me fui sin hacer mucho ruido por las dudas, pues no había que tentar al destino.

Madrid es un bar

Madrid es un bar. Todo Madrid es un bocadillo de chorizo, una caña, una ración de patatas ali oli. Madrid es frío en primavera y loco calor en invierno. Es una hermosa cara que me mira sugestiva con su sombrero bombín, detrás de una copa de vino, con tu retrato en sepia.
Madrid es un plato de gambas al ajillo. Ahora es la angustia de los días de tapas en Quevedo, de las tardes en la plaza del Sol, caminando hacia Tirso de Molina en búsqueda de argentinos, pero encontrando yonkis por todos lados, tirados y babeados en el agua fermentada de esta pudrición urbana. Madrid es el bar de “Las Transgénicas” de Malasaña, y los ilegales argelinos de Lavapiés. Es una red de Metro que me deja en el tren de cercanías, esperando fumar fuera del andén, con un cigarro mal armado y mi cara de exiliado: los nuevos exiliados modelo XXI.
Madrid es un perro Pekines de 19 años que no se termina de morir, ciego y vetusto, tosiendo y vomitando, pero aferrado a esta vida. Es la amistad latina y la copa de bienvenida, y el hombre que arenga en el bar para alentar y no alentar al Real Madrid, porque hay que querer y no querer al Aletic. Porque Al Qaeda se emputeció con los aliados de los Estados Unidos, que ahora son madrileños, mientras los rojos se retuercen y nuevos franquistas gritan viva la patria. En Madrid hay un toro que quiere unir a toda España, pero hay catalanes y pibes de Senegal que, ahora con amnistía oficial, también tienen derecho a vivir aquí. Y Madrid son unos rumanos que tocan el acordeón, unos tullidos de Europa del este en la salida del metro y unas mujeres campesinas de Hungría que piden en cada vagón con el mismo acento de lástima, con un falso hijo pequeño en brazos y un castellano que suena a catástrofe para darle pan para sus niños; y cada tres palabras dicen “ Dios lo bendiga” y Dios se desatiende de los vagones porque anda en temas más difíciles, tal vez, como el del petroleo del golfo o las conquistas sociales en Afganistán.
Ahora que el papa en Brasil tendrá el doble de custodia que Bush. En Madrid la custodia no permite fumar a los que entran a los jardines del palacio real. Y en los bares que sí dejan fumar los carteles dicen “Aquí se fuma”: y la gente fuma, y ¡cómo!.
Volví a Madrid una tarde en que hacía más frío del debido. No fue el shock de subir por la estación de metro de Barajas y bajarme en Sevilla para sorprenderme de las avenidas y lo europea que era. Fue, por el contrario, un viaje en taxi hacia la zona de Argüelles, para ver a mis amigos y decirles que aquí estaba: y vaya si estaba, deseoso de pertenecer a Europa y olvidarme de mi pasado Latinoamericano. En Madrid hay sexo, droga y rock and roll. Pero poco sexo y poco rock. Una venezolana me sonríe detrás de la barra del café y su acento me convida a vivir. Un ecuatoriano me ofrece más comida por menos plata, en su fonda, y toda la zona de Quevedo parece querer comer allí. También hay empanadas argentinas y vino de la zona del Duero. Madrid es La Plaza Mayor y los actores populares, y los mimos argentinos invadiendo todo espacio público. Y los mendigos listillos de la zona de la plaza del sol que tienen cuatro tarros donde piden nada para comida, y en cada tarro dice: “para tabaco, para holgazanear, para bebida, para jugar” y la gente les da plata y se fotografía con ellos… y la vida sigue con la placidez de los domingos a la tarde.
Ahora Madrid está más europea. Ahora el primer mundo pasa por Madrid. Y los madrileños no se quieren enterar. Ni los españoles lo quieren admitir, pero esta trasmutación de cultura los lleva por senderos que se bifurcan, sobre sueños no cumplidos y anhelos que pudieron ser. Por eso, sólo por eso, elegí Madrid: porque suena Fito y Charly en cada esquina. Porque cuando se escucha a Sabina dicen “El maestro”. Cuando Andrés Calamaro arranca diciendo “Feliz Navidad Sangrienta” y no sé que más de su corazón en venta casi todos los que caminamos por la calle sabemos de lo que habla. Y para los demás, para aquellos que aún no se enteraron, les queda la otra Madrid, que también tiene tiempo y espacio para acogerlos.

Llámame Enrique

-Llámame Enrique, joder-
-pasa que me parece mentira estar aquí junto a tan exquisito escritor-
-no ha de ser para tanto. A mi me parece mentira estar en la auténtica Bodeguita del Medio de la Habana, ese lugar mítico de Hemingway y encontrar alguien que haya leído mi obra y no la de él ¿es esto la globalización?-
-lo que sucede es que su lectura es moderna, fácil de entender, da para una vista diagonal-
-joder, eso nunca me lo dijeron… ¿vista diagonal?-
-verá Enrique. Comienzo un párrafo suyo. Leo tres palabras del arranque, busco “a ojo” la mitad del párrafo en un devenir de ideas que se me cruzan, analizo la frase verbal relevante y voy a las últimas cinco palabras del párrafo y ya entendí de que se trata. Mientras, en un proceso multitasking mi otra parte de la cabeza lee en forma secuencial y disfruta de vuestro estilo. Cumplo dos cometidos: entiendo y disfruto.
- a ver, como es eso. Si mal no te entendí lo mío es tan simple que media cabeza tuya ya sabe a donde voy y puedes prescindir de ella-
-¡cuidado Enrique, eso es autodestructivo!-
-media cabeza tuya bastará para interpretarme-
-Enrique, parece usted catalán por lo arrogante, no quise decir eso yo-
-Lo soy-
-¿Arrogante?
-¡No Catalán!-
-¿por qué no puede disfrutar del elogio sin analizar segundas e inexistentes intenciones- Al fin y al cabo yo soy un lector y pagué por su libro “París no se acaba nunca” algo así como unos doce Euros de su moneda, que por aquí son unos doce CUC (cubanos convertibles), que en estados unidos son como quince dólares y en mi patria original cuarenta y cinco pesos. Es mucho dinero. Yo vengo siendo “su majestad el consumidor” de su obra. Venéreme.-
-vete al carajo-
-por lo menos déjeme invitarlo con otro mojito, que aquí los sirven muy bien, y reanudamos la charla de forma más amena, ¿vale?-
-vale-
-su obra, Enrique, mejor dicho, esta obra suya, me cautivó en los sentidos y motivó mi deseo de venir a Cuba: muy bien no sé por qué. Dentro de cinco o seis meses viajaré a París y le juro que voy a ir a por la buhardilla de la señora Duras. Si es verdad que existe, si es verdad que alguien alguna vez escribió algo de valor en París… si es cierto que Miterrand durante la Resistencia estuvo allí dos día escondido.-
-Escucha mejor este “guantanamera” que está sonando de las cuerdas de estos escuálidos mulatos. La música es más cierta que cualquier otra cosa de la que hayamos estado hablando-
-Cierto es que en Guantánamo hay prisioneros de Afganistán en estado de semi abandono, torturados y sin respetar ninguna convención. Cierto es que aquí los cubanos ganan 400 pesos cubanos al mes -que son algo así como 20 CUC y su libro en los escaparates de la bienal de La Habana está a 16 CUC-. Cierto es que comer en un paladar de aquí cuesta 15 CUC, que te paran por la calle y quieren venderte cualquier cosa y te hacen cualquier tipo de historia, y te ofrecen servicios de guía turístico, sexuales combinados y lo que desees por tarifas que oscilan entre los 15 y 100 Euros. Cierto es el dinero, mi querido Enrique, que mueve este circo Cubano modelo dos mil y pico-
- Lo que digas, lo que quieras, pero esto es La Habana, eso que escuchas es guantanamera, esto que tomamos es mojito, Fidel sigue vivo y gobierna, estados Unidos tuvo su “Bahía de Cochinos” y vosotros tuvisteis su “los Argentinos somos derechos y humanos” y su “la casa está en orden”

Pagué los mojitos, saludé a Enrique Vila y seguí por la noche cubana con rumbo hacia el Malecón. En una farola me detuve a releer un breve capítulo de su libro.

Fui a París a mediados de los setenta y fui allí muy pobre y muy infeliz. Me gusta poder decir que fui feliz como Hemingway, pero entonces volvería a ser el pobre joven, guapo e idiota, que se engañaba todos los días a sí mismo y creía que había tenido bastante suerte de poder vivir en aquella cochambrosa buhardilla que le había alquilado a Marguerite Durás al precio simbólico porque así lo entendí o quise entenderlo yo, que no pagaba nunca el alquiler ante las lógicas, aunque por suerte sólo esporádicas, protestas de mi extraña casera porque presumía yo de entender todo de cuanto me decía en francés, salvo cuando estaba con ella. No siempre, pero muchas veces, cuando Marguerite me hablaba –recuerdo habérselo comentado muy preocupado a Raul Escari, que iba a ser mi mejor amigo en parís-, yo no entendía nada, pero es que absolutamente nada de lo que me decía , ni siquiera las reclamaciones de alquiler. #es que ella, como la gran escritora que es, habla un francés superior # me dijo Raúl, sin que su explicación me pareciera en aquel momento muy convincente.
¿Y qué hacía yo en la buhardilla de Duras? Pues básicamente tratar de llevar una vida de escritor como la que Hemingway relata en París era una fiesta. ¿Y de dónde había salido esa idea de tener a Hemingway como referencia casi suprema? Pues de cuando tenía quince años y leí de un tirón su libro de recuerdos de París y decidí que sería cazador, pescador, reportero de guerra, bebedor, gran amante y boxeador, es decir, que sería como Hemingway.
Unos meses después, al tener que decidir qué carrera universitaria iba a estudiar, le dije a mi padre que yo quería “estudiar a Hemingway” y aún recuerdo su mueca de gran sorpresa e incredulidad. “Eso no se estudia en ninguna parte, no es ninguna carrera universitaria”, me dijo y días después él me matriculaba en Derecho. Estuve tres años estudiando para ser abogado. Un día, con dinero que él me había dado para pasar las vacaciones de Semana Santa, decidí viajar por primerra vez en mi vida al extranjero, mr fui directo a París. Fui sin la compañía de nadie y nunca olvidaré la primera de las cinco mañanas que pasé en París, en ese primer viaje a la ciudad, en la que unos años después – aquella mañana no podía yo saberlo- acabaría viviendo.
Hacía frío y llovía esa mañana y, al tener que refugiarme en un bar del boulevard Saint-Mitchel, no tardé en darme cuenta de que por un curioso azar iba yo a repetir, a protagonizar la situación del comienzo del primer capítulo de París era una fiesta, cuando el narrador, en un día de lluvia y frío, entraba en “un café simpático, caliente, limpio y amable” de boulevard Saint Michel y colgaba su vieja gabardina a secar en el perchero y el sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedía un café con leche y comenzaba a escribir un cuento y se ponía caliente con una joven que se sentaba sola a la mesa del café, junto a la ventana.
Aunque entré sin gabardina y sin sombrero, pedí un café con leche, un pequeño guiño a mi idolatrado Hemingway. Después saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir una historia que pasaba en Badalona. Y como un día el París era lluvioso y de mucho viento comenzó a hacer un día así en mi cuento. De pronto en una nueva y fantástica coincidencia, entró una chica en el café y se sentó sola a una mesa junto a una ventana cercana a la mía y se puso a leer un libro.
La muchacha era guapa “ de cara fresca como la moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia”. La miré con ojos asombrados. En la Barcelona mojigata y franquista de la que yo venía era impensable ver a una mujer sola en un bar, y ya no digamos leyendo un libro. Volví a mirarla y esta vez me turbó y me puso caliente. Y me dije que a ella también, al igual que había hecho con el día crudo, la metería en mi cuento, la haría pasearse por Badalona. Salí de aquel café convertido en el nuevo Hemingway.
Pero cuando unos años después, exactamente en febrero de 1974, volví a París –esa vez, aunque no lo sabía, no para quedarme cinco días sino dos años-, yo no era ya el mismo Jove vanidoso de aquella mañana de lluvia y frío. Seguía siendo bastante idiota, pero quizás no tan vanidoso y, por otra parte, había aprendido a ser ya algo astuto y prudente. Lo fui cuando una tarde, en la rue Saint-Benoît, mi amigo Javier Grandes al que había ido yo a visitar –mejor será decir a espiar- a París, me presentó en plena calle a Marguerite Duras y esta, sorprendentemente, a los pocos minutos, guiándose tal vez por la confianza que inspiraba Javier- ya me había ofrecido esa buhardilla por la que antes de mí habían desfilado inquilinos más o menos ilustres de la bohemia y hasta incluso algún político, también ilustre. Porque en aquella buhardilla habían vivido antes, entre otros amigos de Duras, el mismo Javier Grandes, el escritor y dibujante Copi, la delirante travesti Amapola, un amigo del mago Jodorowsky, una actriz de teatro búlgara, el cineasta underground yugoslavo Milosevic, e incluso el futuro presidente Miterrand, que en el 43, en plena Resistencia, se había ocultado allí dos días.
Fui, en efecto, astuto y prudente, cuando Duras, en la última pregunta del coqueto interrogatorio intelectual al que me sometió, simulando que deseaba averiguar si merecía ser el nuevo inquilino de su buhardilla, me preguntó quiénes eran mis escritores favoritos y la cité a ella entre García Lorca y Luis Cernuda. Y aunque tenía ya en la punta de la lengua a Hemingway, me guardé mucho, muchísimo, de nombrarlo. Y creo que hice muy bien, porque ella sólo coqueteaba y jugaba con sus preguntas, pero seguramente un autor no muy de su gusto –y parecía difícil que Hemingway lo fuera- podría haber arruinado aquel juego. Y no quiero ni pensar que habría sido de mi brillante biografía sin aquella buhardilla.

(pág 12,13,14 y un párrafo de la 15 “París no se acaba nunca” Enrique Vila-Matas)

Para cuando terminé sabía que en breve iba a abandonar Argentina para ir a radicarme a otra parte. No sabía ni a donde ni cuando, ni con quién, ni por qué. Era tanto lo que me faltaba ver de este mundo, eran tantas las cosas ajenas a mi y tan limitadas las paredes que me había levantado pensando que era alguien, que comencé por tomar decisiones drásticas y sencillas. Allí, frente al malecón, en una cálida noche tropical, comencé a construir esta faceta.

El negro Marquina

Por aquellos años el negro Marquina tenía cinco años, igual que yo. El negro representaba el miedo que le tenía a mis compañeros nuevos, sobre todo porque en mi primer día de clase me hizo llorar de un cachetazo. Ese día aprendí sobre la violencia escolar. Cunado tenía cuatro años mi madre me quiso anotar en un jardín de infantes de Buenos Aires y yo me negué porque me las arreglaba más que bien jugando solo. El año anterior le había dado lástima a ella llevarme a un jardín siendo tan pequeño. Entonces a los tres y a los cuatro aprendí y recontra aprendí a jugar solo: y esa soledad me permitía viajar y jugar. Si bien dicen que de aquella edad casi no se conservan recuerdos puedo afirmar enfáticamente que no es así. De hecho, puedo narrar pequeños episodios como los juegos en la tarde calurosa de mi casa de Villa Pueyrredón, en Buenos Aires, jugando con la pista enrollable de autitos Matchbox, o la estación de servicio de mi hermano, o el mini kiosco de diarios que había construido mi padre y que era la parada obligada de cada tarde, cerca del gomero que ocupaba un macetón y llegaba hasta el techo del galpón que estaba sobre la terraza.
Como sea, mis cinco años me presentaban maduro en ciertos aspectos y poco sociabilizado con pares de mi edad. Cualquier falta de acuerdo era entendida por mi como una pelea y el negro Marquina, que de hecho era violento tal vez de su hogar, dirimía las peleas a golpes. Entonces el primer día lloré y sufrí tener un cachete colorado por un golpe. La venganza, de todas formas, llegó tal vez demasiado pronto. Unos diez o quince días después, en ocasión en que el negro Marquina me tiró una patada voladora la neutralicé tomando su pierna por el pie derecho y levantándola hasta que perdiera el equilibrio, de modo que cayó para atrás y se golpeó la cabeza. Importante conmoción, llanto, primeros auxilios y médico y a partir de allí algunos comentarios que me acompañaron hasta nuestros días: guarda que este está medio loco y se las cobra, como sea.
Varios años fuimos después de ese episodio compañeros y casi amigos con el negro Marquina. Su padre era mecánico y tenían un ratón Henkel con el que iban y venían por la vida. Ese coche tan particular, que se abría por una única puerta en el frente y se asemejaba a un huevo con ruedas, era nuestra movilidad desde el colegio hasta “La cancha de los bomberos”, aquel predio cerca del mar donde jugábamos al futbol y que antiguamente había servido como reducto del viejo cuartel de bomberos de la ciudad de Mar del Plata. Con el negro aprendí que los rencores de lo cotidiano se superan tirando paredes y pases de gol en algún partido, mientras que cuando alguien no aprende a pedir o pasar la pelota se queda solo, como cuando jugaba a mis tres o cuatro años.
El papá de Marquina le profesaba cierto afecto e idolatría a mi madre, que por entonces ya era maestra del colegio. Posiblemente eso puso a salvo mis huesos cuando se enteró de que el golpe que había recibido su hijo era por causa de mi defensa. Finalmente la cosa quedó en un son cosas de chicos, o tienen que hacerse hombre: y vaya si nos hicimos hombres. El negro trabajando desde joven mantuvo su casa y su vida, junto con la de su hermana y la madre cuando tempranamente desapareció el padre de un día para otro después de un operativo de las fuerzas conjuntas. El papá del negro, la Señorita Carolina, la señorita Susana y la Señorita María Luján habían ido al mismo limbo de donde alguna vez se suponía habían salido las fuerzas del mal que ponían bombas en los colegios y que atacaban los camiones de reparto de carne y provisiones.
Muchos años después, caminando por Tirso de Molina pude ver una manifestación de argentinos y de otras agrupaciones europeas pidiendo por los desaparecidos. En aquella mañana de domingo en el frío noviembre de Madrid, treinta años después, estaba el nombre de un tal Marquina entre los que seguían pidiendo saber qué pasó, pero nunca supe si se trataba de la misma persona, porque en aquel entonces el papá del negro era simplemente el papá del negro, un ser sin nombre ni otra filiación que existir por ser el padre de. Parecía gracioso o paradójico pero treinta años después su identidad así como su destino me seguían siendo desconocidos.

Bajando del Metro

Bajando del metro de Valdeacederas, tornando por la calle de Simacas se deja atrás a Bravo Murillo, una calle bastante importante que circunda buena parte de Madrid. Claro que el panorama que se ve en esta estación no es el del señorial relieve de Chamberí ó Arguelles sino uno más pintoresco: personas con termos con agua en las vereda tomando el mate paraguayo, escuchando cumbias y alardeando en castellano – guaraní. Locutorios de Internet e envío de dinero a Ecuador, Colombia, Turquía y Paraguay. Los dueños de los locutorios son o turcos ó árabes, aún no aprendí a distinguirlos. En la calle Antonio atiende uno cuya mujer usa pañuelo en la cabeza y cuando entra alguien un tanto más estricto hasta se pone una suerte de velo.
En este barrio se aspira aromas de transpiración agria, ni siquiera como en otras partes de Madrid, ese olor a traspiración de alcohol, ajo y cebolla. Los inmigrantes huelen distinto. Estos llevan días sin higienizarse, por su aroma, tal vez más las mujeres que los hombres. Acercarse a ellos es hoy, para mí, una aventura, que sólo arriesgo ante la necesidad de usar Internet desde algún sitio.
En callecitas como pasajes, muy angostas; construidas como al azar o de capricho se escuchan ramalazos de conversaciones malagueñas, con acento español bien sureño, combinados con guaraní y algo de turco-árabe. Una auténtica Torre de Babel pero inclinada hacia el subdesarrollo.
Aquí empieza la odisea de ser alguien en Europa. Ser alguien en esta península del primer mundo. Suena gracioso. Nunca vi tanto caos y desorden en argentina ni aún habiendo conocido el interior como lo recorrí a lo largo de mi vida. La otra tarde mientras volaba entre Milán y Roma, sin ir más lejos, calculaba que en los últimos diez años había recorrido algo así como un millón de kilómetros en auto (tal vez un diez por ciento menos) en el ineterior de Argentina, Brasil y Uruguay. La vida se parece, supongo, a la de los barrios bajos de inmigrante en Buenos Aires y, por qué no, en Nueva York ó París.
¿Dónde estabas el día que te dije que me extrañaba tu conducta, que no me protegías, que el amor se iba muriendo de a poco? Dónde, tal vez en ninguna parte, tratando de rehacer tu vida con los jirones de tu alma mezquina. Carmen me lo había dicho en una de sus videncias y nunca le presté verdadera atención. La cosa parece recaerme siempre a mí porque nunca le presté verdadera atención a nada. Hace unos días que habito esta doble identidad, la de un asesino suelto de nacionalidad perdida y ganada, en un barrio a dónde nadie puede llegar a preguntarme por qué hice lo que hice, dado que nadie lo sabe. ¿Existe el crimen perfecto? Sonrío: existe.
El árabe que me cobra 65 centavos de euro por el uso de esta máquina, sudada y maloliente, escruta con sus ojos que hay detrás de los míos. No temas, le contesto con la mente: yo también soy una célula dormida, pero no estoy aquí para mirar tus planes ni la de los misérrimos primos tuyos que están pergeñando algo en Ceuta y Melilla: estoy aquí huyendo para adelante, que es lo único que se hacer desde hace veinte años.

El alma, el limbo y los mendigos

Clarín, 20 de abril de 2007
La Iglesia Católica abolió el limbo, el lugar al cual iban las almas de los niños muertos antes de ser bautizados, ya que ese concepto "refleja una visión excesivamente restrictiva de la salvación". Así lo establece un documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) aprobado por el papa Benedicto XVI y publicado hoy.
Para la Iglesia, la decisión se debió a "un problema pastoral urgente", debido al incremento de la cantidad de niños muertos sin bautismo. La referencia tiene que ver, sobre todo, con el aborto. "La misericordia de Dios quiere que todos los seres humanos sean salvados", dice el texto, por lo cual la exclusión de niños del Paraíso no refleja el amor de Cristo.
La CTI discutía el documento (que se tituló "La esperanza de la salvación para los niños que mueren sin ser bautizados") desde 2004, cuando era presidida por el actual Papa, el alemán Joseph Ratzinger। El presidente de la Comisión, cardenal William Levada, le presentó el 19 de enero pasado el documento a Benedicto XVI, quien lo aprobó y autorizó su publicación.


La glorieta de Quevedo amanece en un sábado más, como dice el tango, que ahora suena en acordeón a piano tocada por inmigrantes del este. Inmigrantes en España, todos de alguna manera lo somos. En mi caso me declararon emigrante por ser Español aunque no nací aquí y por tanto no pertenezco a los inmigrantes. De modo que debo abrir mi corazón generoso y entender por qué tanto tullido de la Europa del Este viene a mendigar a Madrid. Por qué en cada esquina, en cada andén de metro, en cada vagón entra un inmigrante con un acordeón a piano desvencijado y toca encadenadas las mismas tres melodías: cielito lindo, bésame mucho, la cumparsita: -¡qué carajos!- me oigo murmurar, -¿es que acaso en Rumania, Chechenia, Budapest o Estonia son las únicas tres canciones que se escuchan?- Recuerdo luego los sainetes de principio de siglo, pero de siglo XX, en Buenos Aires y empiezo e tener la impresión de que todo se repite aquí, cien años después. Cien años de soledad, en un pablado como Mancondo pero virtual que se esgrime en París, Roma, Madrid, y que habita tanto en La Defense , Champs Elissee, Roma Termini, Piazza Spagna, Atocha…Puerta del Sol… con la eterna dinastía de Aureliano Buendía y su destino fatal.
Entonces pienso en las almas de tantos niños que desde el año cien después de Cristo más o menos hasta el veinte de abril de dos mil siete murieron sin bautizar y estaban en el limbo, hasta la fecha memorable en que el papa Ratzinger declaró que ya no estarían más allí e irían al cielo. -Pertenecer tiene sus privilegios, me dije – y seguía escuchando cielito lindo desde el fondo de La Glorieta. La congestión de almas que por estas horas habrá en la puerta del cielo, que debe tener controles más estrictos que los de los aeropuertos de la Unión Europea, ni que hablar de los trenes. Cielito lindo de contrabando… hay hay hay hay , canta y no llores. En el Vaticano el curita Polaco me echó de la puerta cuando llevaba prisa por hablar con Dios, para confesarme, y ahora me encuentro en Madrid más sólo y en problemas porque debo abrir mi corazón a tanto miserable del este y no lo consigo. Es más, se me despiertan terribles instintos criminales y sueño que llego hasta al lado de uno de estos músicos y lo rocío con un ácido mágico, que lo hace desaparecer y desmaterializarse como los invasores de aquella serie vetusta de TV de los años setenta. El ideal del exterminio, pienso: -erradicarlos y que ni siquiera su cuerpo quede en la acera: Y vuelvo a recordar que al único que exterminaron y no dejó rastros corporales sobre la tierra armó tanto rollo post mortem que ni quiero imaginar un par de miles que están habitando este cielito lindo, de Madrid, de contrabando.
Y millones de angelitos que tendrán entre un día y dos mil años, en caso de que el alma nunca se haya reencarnado, que estarán habitando por estos días el cielito lindo, celestial, de contrabando, gracias a Ratzinger, ahora Benedicto. Y millones de senegaleses, marroquíes, argelinos, chechenos, ucranianos, polacos, croatas, sudacas, mexicanos que están - estamos habitando este cielito lindo, europeo, de contrabando. Y este calor primaveral que envuelve la plaza de Quevedo, el día después del día en que decidí decirle a dios al cielito que me pertenecía por derecho propio y habitar el otro, el de contrabando. Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez, suena tan mal: ahora es el recuerdo del último beso, que tampoco fue bueno porque nunca aprendí a besar, que te dí en la noche marplatense cuando sabía que nos decíamos hasta más vernos, que era el nunca más, y no el del libro argentino de Ernesto Sábato y Magdalena.


Que pasará en el cielo verdadero ahora। El cielo debe ser el lugar donde convergen todos los cielos del universo, inclusive el de este rumano que tengo cerca y me aturde. Debe haber un cielo para los no bautizados y otro para los que sí. Un cielo para los que fueron valientes en la batalla y uno para los que no. Un cielo para los rojos y otros para los del español PP. Pero el cielo absoluto debe ser relativo: Somoza no debe estar en el mismo cielo que Gandhi o la madre teresa. Henry Ford, Adolf Hitler y Charles Chaplin deben tener parcelas especiales de cielo, según las circunstancias. El vegetal Almirante Massera quizás sea vecino de alguno de estos. Mis psicólogo me enseñó una técnica hace años para cuando estuviera angustiado -¿qué te gusta?- me preguntó, y a la vida se refería.

- un chiringuito cerca del mar en una playa del caribe, Varadero o Punta Cana, le respondí iluminado por la sensación
- ¿qué hay ahí? – insistió él
- Música tropical, mojitos, cerveza fría y langostinos a la plancha… además de un par de morochas alucinantes- le complementé
- Cada vez que la angustia te esté por zozobrar tenés que cerrar los ojos y respirar por la nariz, sosteniendo el aire, y exhalarlo por la boca mientras recrees hasta el infinito iterativamente esta escena- recomendó
- ¿Es una llave para salir de la opresión?- le pregunté
- Tal vez – dijo haciendo respetuoso silencio
Iterativamente vuelve a sonar por enésima vez la comparsita para luego empalmar con cielito lindo, en la glorieta de Quevedo, este sábado madrileño tan acogedor, cálido y primaveral. Vuelvo a escuchar cielito lindo y pienso en el papa y en Zapatero con sus políticas inmigratorias, pienso en mi Mar del Plata, de mi Buenos Aires querido, pienso en vos…
… cierro los ojos, acordate que menos es más… siento una voz en el oido, cierro la boca y empiezo a aspirar sólo por la nariz, absoluto silencio ¡Milagro en Madrid!, exhalo, inhalo, repito… comienzo a escuchar suave la música caribeña y ahora creo que es… guantanamera… y una ola de mar caribeño se mete en la fuente de la Glorieta de Quevedo y salpica mis zapatillas Nike en la vereda de enfrente… y un olor de langostinos me invade y abro los ojos… y ya no es de contrabando el cielo que habito.

Corto Maltés y una de Curitas

Corto Maltés y otra de curitas


En 1978 tenía doce años. Terminaba mi escuela primaria por la mañana bastante bien, de hecho era el abanderado de la Bandera Papal, o escolta, según el caso, y por las tardes trabajaba en una verdulería de la calle Falucho y San Juan, en Mar del Plata. Como no parece ser una noble esquina tal vez esta no sea una noble historia. No trascurrió en Milano, o en Macondo. Ni siquiera sabía a ciencia cierta si existía Praga en aquel entonces. Lo cierto es que sí leía la revista Intérvalo ( con acento en la e) y en ella venía el comic de Corto Maltés. La bronca de la Intérvalo es que las historias traían un continuará y hete aquí que estando en plena lectura de un capítulode corto maltés en el que en el último cuadro se veía al marinero de torso, con los brazos en jarra y su inconfundible gorra solamente había escrita una pregunta, y esta decía en la voz de Corto – Las Linternas Rojas… ¿Qué querrán? – y seguidamente el típico cartel de continuará.
Como mi destino de verdulero por la tarde no siempre me aseguraba dinero para comprar revistas ocurrió lo previsible. La quincena siguiente no tuve el dinero y tal vez tampoco la disposición de comprar la revista siguiente. De hecho, como al mes me vi preguntando en varios quioscos por ese número. Nadie supo que decirme. En el club de canje de revistas busqué durante un tiempo aquel número infructuosamente. Al final, como aquellas pasiones de primavera, terminé claudicando ante la realidad y técnicamente la olvidé. Digo técnicamente porque el registro quedó en algún lugar aunque sin puntero, porque veintinueve años después, caminando por la Via xxxx casi a la altura de yyyyyy en Roma pude ver un poster del legendario corto que decía brevemente “Las Linternas Rojas atacan de nuevo”
Por la mañana, al tomar un tranvía que volvía del Tras Tevere un curita joven se llevó por delante a un mendigo que estaba en muletas. El curita era barbudo y medio gordito, como si viniera del tercer mundo. El mendigo era un italiano de pura sepa, sucio y gritón, que empezó a decirle de todo, y entre otras cosas lo desafiaba con una chicana -¿qué pasa padre, Dios lo abandonó justo hoy?- El padre hacía respetuoso silencio y miraba por la ventana. El otro mendigo festejaba con improperios la hazaña del rengo número uno. Yo odiaba a los mendigos, a los rengos y a los curas. Odiaba ese olor a pescado podrido de ese tipo de pobre e indigentes. Odiaba a los tullidos de las afuera del Vaticano y me odiaba por odiar a todos. Hacía veintinueve años que no sabía nada de las Linternas Rojas y Corto Maltés y en esa mañana tampoco sabía que por la tarde iba a recordar lo que hasta ahí no recordaba. Hasta esa mañana, inclusive, los mendigos eran mendigos y los curas simplemente curas. Hasta donde sabía no peleaban entre sí. Tampoco parecía piadoso el gesto del curita, que entre la timidez y la vergüenza, terminó por bajarse del tranvía en la parada siguiente. Fastidiado yo también por los gritos y el olor seguí su camino y casi me tiré del coche eléctrico cuando estaba por arrancar. Cuando bajé el curita me preguntó en castellano, y desconozco como sabía mi idioma nativo, - ¿se lastimó?-
-no, no los aguantaba más- le contesté
-hace veintinueve años me sigue la idea de que estos mendigos me hostigan porque tienen algo que decirme- me ilustró el curita
-padre, usted es muy joven ¿qué edad tiene?- le pregunté
-no creas hijo, tengo cuarenta y uno. En 1978 estaba leyendo un comic de Corto Maltés y se acercaron unos mendigos que entre risas y gritos me robaron lo que tenía, inclusive mi revista. Lo peor, es que nunca supe como terminó el capítulo- me dijo
-no entiendo- lo interrumpí
-no importa, ese fue el primer impulso en la vida que tuve hacia los hábitos. Había muchos misterios que no podía resolver y ese iba a ser uno de ellos, por el resto de mi vida- terminó.
Finalmente me despedí de él y empecé a pensar en algo que no terminaba de darle forma. No hasta la tarde en que vino a mi la imagen de Corto Maltés, sus brazos en jarra y las Linternas Rojas. Dios, pensé, este es otro de los milagros de la fe. Si hasta llegué a comprar en 2001 la colección reeditada por clarín de Corta Maltés para ver si venía ese capítulo y… nada… y el que nada no se ahoga.Se hacía la noche en la Piazza del Popolo mientras entraba en las iglesias del fin de la Via del Corso, a diestra y siniestra, buscando al curita a ver si por un milagro de la fe lo encontraba para preguntarle si el capítulo que nunca terminó era el mismo que yo, veintinueve años atrás. Porque de ser así aquí a la vuelta estaba la respuesta “ Las linternas rojas atacan de nuevo”. Pero dos milagros

A confesión de partes

Entonces en los vuelos de líneas importantes, la tripulación tenía un poco más de cuidado con los excesos de equipaje. Los condicionantes del 11 de septiembre de 2001 habían producido consecuencias de todo tipo, entre ellas la reducción de kilos liberados per cápita en las líneas y esa idea desagradable de que el pasajero era un enemigo. Yo estaba bastante sensible dado que dejaba por primera vez el país para ir a radicarme en el exterior y no tenía una clara noción de hacia dónde me dirigía. Primero era Milano, que de un aeropuerto me cambiarían a otro y allí frenaría en Roma. Me quedaría la semana santa como turista, para volar hacia Madrid el lunes siguiente, quizás más purificado y santiguado que antes.

Los últimos 15 días de mi estadía en Mar del Plata fueron eternas despedidas que prolongaron la agonía de la partida. Amigos y amigas, juntos y separados, alguna amante o compañera de ruta, clientes, proveedores, vecinos… todos tenían algo para decirme, pero el dolor más grande, sin duda alguna, era abandonar a mi hija sin la certeza de cuándo la volvería a ver. Fue por aquella época en que empecé a sentir ese vacío en el pecho y un soplido tras mis orejas que me incitaba a irme de Argentina, este caótico y arbitrario país donde en cada esquina me batía a duelo con limpiavidrios, cuidadores de autos, policías coimeros, en síntesis, la pobreza del espíritu en general. Cuando me repuse de las lágrimas en la manga del avión me sentía a salvo de los efluvios de este país que me había cobrado de más para malgastarlo en otros que a la hora de pagar miraban para el horizonte. La manga era el límite: allí, juro que por primera vez sentí deseos de confesarme, más allá del Padre Pedro, que en mi infancia de Parque Luro me seguía por la parte de atrás de la cancha de futbol de la parroquia de San Francisco para que fuera al confesionario. Como en esa época no existía El Gran Hermano, el confesionario era una especie de garita de madera donde el que se confesaba se arrodillaba o sentaba de un lado, según el caso, y el confesor se sentaba del otro mirando con cara de confesor...