sábado, 1 de noviembre de 2008

Tres Jorges, tal vez cuatro

Los viernes de Madrid tienen sabor a sábados de Sudamérica. Sobre todo si los consideramos después del mediodía, donde la actividad empieza a mermar y sólo quedan los bares y la movida del fin de semana, esa que empuja a ir andando "palante", para ir haciendo escalas en los distintos lugares que saben a historia. El café Gijón es uno de esos lugares. Fundado en 1888 y en el Paseo de los Recoletos, al que se llega andando desde La Castellana, o Gran Vía y nada, simplemente a disfrutar de los tunos, no juveniles ni universitarios como marcaba la tradición, sino ya un tanto entrados en años.
Es que todos estamos más entrados en años, inclusive este mundo, que ha dejado de ser inocente, predecible y monotemático desde la bala de Sarajevo. Pero eso ocurrió hace casi cien años.
Como sea, al café Gijón llegué ese viernes junto a Mayte para tomar un café, justamente, con una pasta de cabello de angel. Ahí sobre la barra y no sé bien por que ella se animó a contarme lo de los tres jorges. Es increíble, me dije para mí, pero conozco cada vez más cosas de Mar del Plata desde que vivo en Madrid.

Corría entonces el mil novecientos setenta y pico, yo era muy joven, comenzó Mayte. Jorge era el dueño de la parrilla cerca del Hospital de niños y yo tenía el negocio donde siempre. Como mi socio y yo nos quedábamos hasta muy tarde solíamos perdir algo a la parrilla y comerlo ahí y Jorge, que era muy agradable y buen mozo, traía el pedido personalmente. Allí nos quedábamos los tres, comiendo, riendo y celebrando la vida. Te juro que en aquella época la vida se celebraba todos los días, no sé que paso después, cuando me chuparon, me torturaron y perdí por un tiempo la sonrisa. Pero eso es otra historia y no tiene nada que ver con Jorge, que era lindo, listo y con toda su vida por delante. Dueño de dos comercios en Mar del Plata tenía las mujeres a sus pies, al menos unas cuántas, que lo venían a buscar a la salida del trabajo o que lo encontraban en la noche de Constitución o algún boliche de lo que luego iba a ser Alem. Más de una vez, muchas, te diría hoy, yo le hacía el aguante para correrle una chica mientras él se iba con otra. Y juntos, después nos reíamos y hacíamos locuras. Cada tanto me traía una rosa roja, o un ramo de rosas rojas… primero pensaba que eran las que le sobraban de las jodas que se mandaba, después un día así como así me llegó un ramo de rosas rojas.
Muchas noches tipo tres o cuatro de la mañana arrojaba sobre la ventana de mi habitación una piedra y yo salía, para hacerlo callar, bajaba y nos íbamos a tomar helado y morirnos de risa en el auto, o caminar bajo las torrenciales lluvias de verano hasta empaparnos absolutamente todo y volver a reir, siempre reirnos, de esos días de presente que sonaban a eternidad. Otras noches iba yo a la parrilla y le ayudaba a cerrar la caja, guardar el dinero, pagar proveedores y luego nos íbamos por ahí. Yo salía con un chico en esos años que no se llevaba para nada con él, es más, se fueron a las trompadas una tarde en la puerta de mi negocio. Ese día me había mandado tres ramos de rosas rojas de tres florerías distintas.
Todo pasó una mañana. Es raro porque las mañanas no son momentos para esas cosas. Mi socio me decía siempre que Jorge estaba enamorado de mí. Jorge siempre me decía que yo era una mina para tomar en serio. Esa mañana vino y me mostró un traje, hermoso, de Seijo, zapatos, medias, una camisa y hasta un boxer. Me dijo: “-hoy tengo la salida más importante de mi vida, por eso voy a estrenar toda esta ropa”- Yo la miré, era realmente hermosa e imaginé que más hermosa se vería puesta. Luego me dijo paso por vos a las once, me dio un beso en la mejilla apuntando hacia los labios… me guiñó un ojo y se fue.

A la noche lo esperé, hasta las dos de la mañana. Sin noticias suyas y, por supuesto, no existían los teléfono móviles, de modo que sólo me quedaba esperar. Dos y media de la mañana me desvestí y lo maldije un poco, pensé que se había encontrado con alguna amiga o, simplemente, que no tenía que ser. Como no tenía salida o ya estaba cancelada fui hasta el negocio y le avise a mi socio que por la mañana abriría yo, que se tome el día para compensarlo un poco. El me dirigió una mirada de compasión y agradeciéndome cerró y se fue. Por la mañana la vida sería distinta. Y vaya si lo fue.
La mañana siguiente me vi abriendo el diario La Capital sin ton ni son hasta la sección de necrológicos, esperando que solo una muerte justificara aquel plantón. Y una muerte lo justificaba. En otras páginas venían los detalles del accidente en la calle Paso y Santiago del Estero, creo y explicaba de cómo un auto se incrustó en el otro, y cómo murió instantáneamente, sin sufrir, o cómo llegó sin vida al hospital regional, donde la madre de él era enfermera de la guardia y fue quién lo recibió, vaya paradoja. Entonces cerré el negocio y me fui a la Sala Velatoria, aún estaba en servicio y nadie me había avisado. Todo era dolor y confusión. Eso comenzaba a explicar por qué unos diez días antes cuando levanté la vista para verlo en el umbral de mi negocio tuve la visión esa de ver dos Jorges, uno que salía de su cuerpo y flotaba hacia arriba y a su derecha. Cuando él me preguntó que me pasaba no supe qué contestarle. Eso explicaba también por qué la noche anterior a que viniera con su traje nuevo al negocio vi cómo su alma se le iba por la espalda hacia la cocina de la parrilla mientras él me miraba y no sabía explicarme qué le sucedía. Una parte de mi lo sabía todo. Una parte de él, también tal vez. Y entonces ya sin tiempo físico quiso cerrar lo que siempre estaba implícito entre nosotros pero nunca había sucedido. Esos dos jorges se separaban del tercero, el que me mostraba su traje y sus cosas… algo estaba irremediablemente sucediendo.
Pasé meses llevándole rosas rojas al cementerio. Iba y siempre volvía destruida, sin ánimo de vivir. No lograba enfocarme y verlo ahí abajo, enterrado y yo con las rosas que dejaba en el florero. Una tarde, fría pero con sol, le dije que ya no volvería, que era la última rosa que le dejaba. Que se cerraba el círculo, que no había deuda, la cita ya estaba aclarada. En ese momento sentí como me tiraba del pelo como por detrás, como solía hacerlo cuando entraba de improviso al negocio y me tomaba de espalda. Miré a mis alrededores y, claro, no había nadie. Pero los dos sabíamos de qué estábamos hablando.

Volví en mí cuando Mayte agitó sus manos sobre mí, como tratando de despertarme. Mi vista estaba clavada en la barra del Gijón, mis ojos volaban desde el cementerio de la Loma de Paso, en Mar del Plata al paseo de los Recoletos, en Madrid. Pagué y caminamos. Ya era de noche. Pasamos por la puerta del prado, que estaba cerrando sus puertas y tomamos Gran Vía, para entrar en Chicote, el pulso de la ciudad, desde el 12 de Gran Vía, como decía un cuaderno lúdico que había en la entrada. Ya adentro nos envolvió el espíritu de Chicote, que nació en 1899 y a los diecisiete años era Mozo del Ritz para muy pocos años después establecer ese lugar por el que pasaron desde Hemingway hasta Ava Gardner, y más acá, desde Sabina, Almodóvar o nosotros, los mortales, por caso. Pedimos dos cañas y compramos tabaco, el espíritu de la noche ganaba a la tarde melancólica. Mi cabeza seguía buscando a jorge. Mayte, quizás, ya lo había olvidado.
Un hombre pintón, de ojos azules e impecable traje salía del baño con amplia evidencia de haber aspirado algo y se dirigía a nosotros.

El sol de Parque Luro

Acabo de regresar de París. Euro Disney, la Torre Eiffel, Champs Elisee, el Tour de Francia, al que vi en su etapa final pasando por el Arco de Triunfo. Estoy en Madrid y hace una temperatura de cuarenta y dos grados. Instalado en mi pequeño apartamento de Plaza de Castilla, con un equipo de aire acondicionado, miro por la ventana y recuerdo aquellos sueños de fines de los setenta y ochenta, cuando creía que Argentina era un país importante y que Mar del Plata era la “capital turística del mundo”. Por aquel entonces algunas voces se alzaban contra las declaraciones de un intendente que dijo que “los marplatenses éramos mediocres”.
Por supuesto que como yo no era marplatense de nacimiento me sentía a salvo de sus declaraciones pero podía leer las polémicas en el diario.
El señor militar de turno explicaba qué debíamos pensar, cuál era el sentir del “ser argentino” y qué cosas sucederían en el futuro que nos sonreiría después de triunfar en esto de ser derechos y humanos.
Los señores estos explicaban todo, excepto aquel extraño placer que sentía por ser argentino, vivir en Mar del Plata, y dejar que el sol del mediodía de agosto (el frío invierno de agosto), golpeara mi cara escasamente después de comer, en las calles Chubut y Juana Peña, del barrio de Parque Luro. Juro que en aquellos días me imaginaba lejos de allí, mientras el placer de esa siesta como postre me dejaba volar, abrigado por los únicos rayos del sol que en el paralelo de latitud treinta y ocho al sur acarician como en ninguna otra parte.
Fueron necesarios treinta años de mi vida para descubrirlo pero en aquella casa paterna estaba el Aleph, aquel punto donde coexisten los puntos del universo. Hoy, a doce mil kilómetros de distancia, mientras saboreo un vino tinto francés, se de que hablo, o por lo menos, de qué escribo.
Fue necesario enamorarme, perderlo todo, soñar, sufrir y resistir a Videla, Viola, Galtieri, Bignone, Alfonsín, Menem, De la Rua, otros cinco y al famoso matrimonio K para darme cuenta que tenía que recorrer el mundo en búsqueda de mi propia historia. Gracias a ellos pude recorrer gran parte del mundo y corroborar que el sol, en el paralelo treinta y ocho sur es macho y argentino. Para comprobar que Dios vive en Mar del Plata y para re descubrir a Borges, aunque el inquilino actual de mi vieja casa paterna, aún no se haya percatado de que el sol de Parque Luro es único.
El mes pasado recorrí Roma por cuarta vez con una curiosidad infantil, esperando descubrir en los orígenes de nuestra civilización algo que explicara nuestro pasado y justificara este presente. Salvo por la pizza, la pasta y los helados no pude descubrir qué había de particular allí que no existiera en los ochenta en mi casa de Parque Luro, en Mar del Plata.
Esta noche, cuando sea la tarde argentina por allá, recordaré (si antes no quedo derrotado por esta botella de vino francés) que alguna vez amé y quise ser libre. Que la distancia pudo acomodar otros temas, pero que el sol de Parque Luro es único y sigue acariciando aquella latitud, mientras yo o consumo mi vida en esta.
Esta noche saldré a recorrer los lugares más selectos de Madrid, para tratar de descubrir la historia de los por qué del amor: por qué sigo amando a una ciudad tan lejana y a un barrio tan poco particular, con sus farolas enanas y sus pastos prolijamente cortados, sus vecinos poco sociables y su mística intacta. Esta noche comenzaré el sueño del que vuelve, aunque por ahora solo sea con la mente.