sábado, 1 de noviembre de 2008

El sol de Parque Luro

Acabo de regresar de París. Euro Disney, la Torre Eiffel, Champs Elisee, el Tour de Francia, al que vi en su etapa final pasando por el Arco de Triunfo. Estoy en Madrid y hace una temperatura de cuarenta y dos grados. Instalado en mi pequeño apartamento de Plaza de Castilla, con un equipo de aire acondicionado, miro por la ventana y recuerdo aquellos sueños de fines de los setenta y ochenta, cuando creía que Argentina era un país importante y que Mar del Plata era la “capital turística del mundo”. Por aquel entonces algunas voces se alzaban contra las declaraciones de un intendente que dijo que “los marplatenses éramos mediocres”.
Por supuesto que como yo no era marplatense de nacimiento me sentía a salvo de sus declaraciones pero podía leer las polémicas en el diario.
El señor militar de turno explicaba qué debíamos pensar, cuál era el sentir del “ser argentino” y qué cosas sucederían en el futuro que nos sonreiría después de triunfar en esto de ser derechos y humanos.
Los señores estos explicaban todo, excepto aquel extraño placer que sentía por ser argentino, vivir en Mar del Plata, y dejar que el sol del mediodía de agosto (el frío invierno de agosto), golpeara mi cara escasamente después de comer, en las calles Chubut y Juana Peña, del barrio de Parque Luro. Juro que en aquellos días me imaginaba lejos de allí, mientras el placer de esa siesta como postre me dejaba volar, abrigado por los únicos rayos del sol que en el paralelo de latitud treinta y ocho al sur acarician como en ninguna otra parte.
Fueron necesarios treinta años de mi vida para descubrirlo pero en aquella casa paterna estaba el Aleph, aquel punto donde coexisten los puntos del universo. Hoy, a doce mil kilómetros de distancia, mientras saboreo un vino tinto francés, se de que hablo, o por lo menos, de qué escribo.
Fue necesario enamorarme, perderlo todo, soñar, sufrir y resistir a Videla, Viola, Galtieri, Bignone, Alfonsín, Menem, De la Rua, otros cinco y al famoso matrimonio K para darme cuenta que tenía que recorrer el mundo en búsqueda de mi propia historia. Gracias a ellos pude recorrer gran parte del mundo y corroborar que el sol, en el paralelo treinta y ocho sur es macho y argentino. Para comprobar que Dios vive en Mar del Plata y para re descubrir a Borges, aunque el inquilino actual de mi vieja casa paterna, aún no se haya percatado de que el sol de Parque Luro es único.
El mes pasado recorrí Roma por cuarta vez con una curiosidad infantil, esperando descubrir en los orígenes de nuestra civilización algo que explicara nuestro pasado y justificara este presente. Salvo por la pizza, la pasta y los helados no pude descubrir qué había de particular allí que no existiera en los ochenta en mi casa de Parque Luro, en Mar del Plata.
Esta noche, cuando sea la tarde argentina por allá, recordaré (si antes no quedo derrotado por esta botella de vino francés) que alguna vez amé y quise ser libre. Que la distancia pudo acomodar otros temas, pero que el sol de Parque Luro es único y sigue acariciando aquella latitud, mientras yo o consumo mi vida en esta.
Esta noche saldré a recorrer los lugares más selectos de Madrid, para tratar de descubrir la historia de los por qué del amor: por qué sigo amando a una ciudad tan lejana y a un barrio tan poco particular, con sus farolas enanas y sus pastos prolijamente cortados, sus vecinos poco sociables y su mística intacta. Esta noche comenzaré el sueño del que vuelve, aunque por ahora solo sea con la mente.

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